Alejandro Magno expiró un atardecer del verano del año 323 a.C. en Babilonia. Quizá se llevó consigo, como última imagen de este mundo, el recuerdo del paisaje de su infancia: las montañas frondosas, los verdes prados y los frescos ríos de su tierra natal, Macedonia, a dos mil kilómetros de los pantanos, los mosquitos y el calor húmedo de la llanura mesopotámica. Hacía 11 años que había partido de su país al frente del mejor ejército del mundo. Con él conquistó el inmenso espacio que se extiende entre el Danubio, el Nilo y el Indo. A los 22 años, cuando dejó su patria, era el monarca de un belicoso reino tribal. A punto de cumplir los 33 años, cuando murió, se sentaba en un trono de oro para gobernar un tercio del mundo entonces conocido.
Era el hombre más poderoso del planeta, pero ¿era querido? Seguramente era más temido y reverenciado que amado, y su desaparición debió de arrancar suspiros de alivio a sus nobles camaradas, los Compañeros, cuya vida se había transformado en una campaña militar interminable a causa del hambre de conquistas del rey, nunca saciada. De hecho, sus amigos se olvidaron de su cadáver mientras peleaban por asegurarse un puesto en la nueva era que abrió la desaparición del soberano. ¿Creyó Alejandro en los signos que anunciaban su próximo fin? ¿Murió o lo mataron? ¿De qué falleció? No tenemos respuesta a estas preguntas, aunque, tal como observamos en nuestro nuevo número de Historia National Geographic, sí podemos opinar razonablemente sobre si su muerte se debió a una enfermedad o fue un crimen.
Claro que, para confirmar más allá de toda duda la realidad de nuestra suposición, se necesitaría estudiar el cuerpo del difunto conquistador, cuyo descubrimiento resulta improbable.
|